La obra de Magí Batet es una obra esencial y lo es en el sentido profundo de la expresión, ese sentido íntimo, insondable, casi desolado, allí donde la esencialidad de las cosas se manifiesta en su aspecto más desnudo, doliente.
Es la captura del espacio su constante inquietud. Ese espacio vital, definido por algunos elementos temporales, la luz matizada en gamas de colores muy armónicas y la síntesis de los objetos tan solo definidos por pequeños contrastes de color y normalmente estructurados en torno a geometrías apenas esbozadas.
Todo en su pintura adquiere una levedad que es al mismo tiempo la piedra de toque de su pintura. Esa levedad, no es ausencia de peso sino más bien de temporalidad. Sus obras evidentemente tienen peso, gravedad, pero gravitan en torno a esa misma ausencia. Su tiempo es un tiempo desolado, deshumanizado, una huella de algo que no llego a suceder y que sin embargo ha dejado en el espacio ese sentimiento de vacío por llenar, de posibilidad ahogada. Sin embargo esa misma desolación está llena de luz, su carácter luminoso está presente. Esa vacuidad, ese tiempo escurridizo nos ha dejado un extraño sentimiento de pertenencia, se nos cuela en el alma ese sabor ancestral que huye de las vanidades y se presenta a nuestra visión como una pequeña alegría.
Un pequeño detalle, un paraguas bajo la lluvia, un rayo de luz, un reflejo fortuito, un objeto abandonado, nos envían señales, restos humanos, exquisitas nostalgias con que nos obsequia el autor. No todo está perdido, en esa desolación hay rastros humanos, nos invita a la esperanza aunque nos aparta de toda vanidad y orgullo.
En ese vacío, en ese espacio desolado hay una vieja energía, tan vieja que es como nueva, original como la luz misma, hermosa como es la desnudez, asombrosa y delicada como una gota de rocío.
Magí Batet bebe en las fuentes primigenias de la filosofía, allí donde el ser y su potencialidad se ponen al descubierto, allí donde el pensamiento queda epatado ante la rutilante belleza de la luz.
Arturo Espinosa.